Las justas reivindicaciones en torno a la mejora de las condiciones de empleo que habitualmente plantean sindicatos, trabajadores, grupos sociales progresistas y ciudadanos críticos suelen concretarse en la necesidad de tener mejores contratos, salarios y condiciones laborales así como una mayor protección social.
Las justas reivindicaciones en torno a la mejora de las condiciones de empleo que habitualmente plantean sindicatos, trabajadores, grupos sociales progresistas y ciudadanos críticos suelen concretarse en la necesidad de tener mejores contratos, salarios y condiciones laborales así como una mayor protección social. Muchas de las propuestas y argumentos de estos últimos meses en contra de la reforma laboral aprobada por el gobierno español son buen ejemplo del interés en estos temas. Sin embargo, existe un perjuicio para los trabajadores que es menos visible, pero igualmente crucial, producido por el empeoramiento de las condiciones de empleo ligadas a esa reforma: nuestra salud. No demasiadas personas perciben con claridad que acceder a un trabajo digno, disponer de condiciones de estabilidad y protección, o poder hacer frente a los abusos laborales, sea un determinante fundamental de su salud y de la salud pública en general. Parece lógico. La visión comúnmente difundida de la enfermedad y de la medicina se halla fuertemente condicionada por una percepción individualista de la salud asociada con “causas inmediatas” de enfermar como: tener una determinada predisposición genética, “elegir estilos de vida” nocivos como fumar o tener malos hábitos alimentarios, poseer una personalidad “sensible al estrés”, o tener acceso a buenos profesionales de salud y a servicios socio-sanitarios de calidad. Igualmente, la medicina del trabajo y la salud laboral tradicional se centran en analizar “factores de riesgo” personales (físicos, químicos, biológicos, ergonómicos o psicosociales), obviando muy a menudo los orígenes y “causas lejanas” de esos riesgos: el grado de democracia y justicia en la forma de organizar el trabajo, la participación de las trabajadoras y los trabajadores o, en general, el tipo de relaciones de empleo. La investigación científica actual muestra sin embargo a las claras cómo factores sociales como la calidad de la vivienda, vivir en un medio ambiente saludable o, especialmente, el acceso y la calidad del empleo son factores de gran importancia para mejorar la salud colectiva.
Dado que la inmensa mayoría de personas dependen del trabajo para su supervivencia, no hace falta una especial clarividencia para comprender que cuanta más inseguridad se añada a la situación laboral, cuanto más se intensifiquen las exigencias empresariales, cuanto más se reduzca el control y participación de trabajadores y sindicatos sobre sus condiciones de trabajo, cuanto más aumente la desprotección ante la pérdida del empleo, mayor será el peaje a pagar en forma de sufrimiento, enfermedad y muerte. A nivel mundial, el aumento del desempleo, la extensión de la precariedad laboral, el trabajo infantil y la esclavitud están estrechamente asociadas a la salud de los trabajadores, sus familias y sus comunidades (puede consultarse el libro Joan Benach, Carles Muntaner y la red Emconet. “Empleo, trabajo y desigualdades en salud: una visión global”, 2010; www.emconet.org). Demos un solo dato: se estima que 5.000 personas mueren a diario en el mundo (casi 2 millones al año) a causa de enfermedades relacionadas con el trabajo que podrían evitarse. Estas cifras reflejan tragedias humanas concretas, como el suicidio de decenas de miles de campesinos hindúes a causa de la acumulación de deudas a partir de la necesidad (políticamente condicionada) de adoptar métodos de agricultura comercial dominados por poderosas multinacionales.
En los países ricos, las reformas laborales promovidas en las últimas décadas por sucesivos gobiernos han supuesto pérdidas de puestos de trabajo en el sector público, creando una mayor inseguridad laboral y empleo precario, un debilitamiento de la protección e incluso la reaparición de la economía informal y sumergida, el trabajo infantil y nuevas formas de trabajo forzado. Como expresivamente señaló el sociólogo francés Pierre Bourdieu, en las últimas décadas se ha propagado la flexplotación, un nuevo modo de dominación producido por políticas neoliberales destinadas a crear un estado generalizado y permanente de inseguridad entre los trabajadores para forzarles a la sumisión y aceptar la explotación.
En España, tanto el desempleo como la precariedad laboral son elevadísimos. A decir del propio director gerente del FMI, el desempleo alcanza ya en España cifras “catastróficas” con alrededor de 4,6 millones de desempleados y 1,3 millones de hogares con todos sus miembros en paro. En estas condiciones, facilitar (aún más) el despido es tan humanamente cruel como dañino. Los estudios muestran como estar desempleado incrementa la probabilidad de padecer enfermedades crónicas, alcoholismo, tabaquismo, depresión, trastornos de ansiedad, y de morir prematuramente (3 veces más riesgo que quienes tienen empleo), y sus efectos se agravan en colectivos como las madres solteras o familias de las clases sociales empobrecidas que no perciben prestaciones de desempleo. Una persona desempleada tiene un riesgo 3 veces mayor de padecer mala salud mental en comparación con quienes trabajan. En el colectivo de personas sin prestación por desempleo (1,5 millones), el riesgo de sufrir problemas de salud mental se multiplica por 3 entre los profesionales y nada menos que por 7 entre los obreros. Un riesgo que se reduce drásticamente cuando los desempleados están protegidos.
Por lo que hace a la precariedad laboral, la elevada cifra de contratos temporales (25%), no refleja adecuadamente una situación como la española asociada con la falta de seguridad laboral y tener un salario indigno, pero también con la ausencia de derechos (y su capacidad de ejercerlos), y la explotación y falta de participación y poder de los trabajadores en la empresa. Esas condiciones afectan a los trabajadores de manera muy desigual según cual sea la clase social, género, edad o estatus migratorio de los trabajadores. En España, estudios recientes sobre la precariedad laboral muestran como antes de la crisis alrededor de la mitad de la población asalariada era precaria, con una enorme desigualdad ya que ésta se producía en casi un 90 por ciento en las mujeres obreras, jóvenes e inmigrantes, por tan sólo en un 20 por ciento en los hombres profesionales, de más de 30 años y españoles. Además, la salud y la salud mental empeoran de forma paulatina a medida que la precariedad laboral se incrementa.
En el contexto de una crisis como la actual, donde siguen aumentando las desigualdades sociales y de salud, la nueva reforma laboral es un nuevo paso adelante que facilita el despido, debilita la negociación colectiva y empeora las condiciones laborales sin crear más ni mejores empleos. Los países con mejores condiciones de empleo y menor desigualdad son también aquellos donde los trabajadores, sindicatos y movimientos sociales tienen más fuerza. Los paros, las huelgas y otras formas de protesta, además de un derecho y un instrumento eficaz para mejorar las condiciones laborales, sirven también para que no aumente la desigualdad y empeore la calidad de vida de trabajadoras y trabajadores. Nuestra salud también está en juego.
Joan Benach, Francesc Belvis, María Buxó, Lluís Camprubí, Carlos Delclós, Juan Carlos Martín, José Miguel Martínez, Carles Muntaner, Laia Olivé, Vanessa Puig, Gemma Tarafa, Christophe Vanroelen, Montserrat Vergara y Alejandra Vives (Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud GREDS-EMCONET, Universitat Pompeu Fabra).