Hemos preferido esperar a que las aguas, también las emocionales, volviesen razonablemente a su cauce, antes de hacer públicas estas reflexiones en torno a las recientes inundaciones que han vuelto a padecer los vecinos de la vega del Urumea y, muy particularmente, los de Martutene y Txomin Enea.
Y lo hemos preferido así porque mucho nos tememos que algo de lo que vamos a decir pueda escocer a alguno, y lo habría hecho mucho más en caliente. Vaya por delante que nuestra intención no es meter el dedo en el ojo de nadie y mucho menos, por supuesto, echar sal sobre las heridas de los más directamente afectados, sino contribuir a que el problema sea analizado y abordado con realismo.
La primera afirmación que vamos a hacer es que no existe solución definitiva para el problema de las inundaciones. No, salvo que vaciemos absolutamente las vegas inundables de edificios y actividades, algo que no va a suceder. Parece obvio y, sin embargo, bajo los efectos del shock, los afectados reclaman, a veces airadamente, soluciones definitivas. Que los afectados pidan soluciones definitivas es normal. Que las autoridades prometan soluciones definitivas, no, porque saben o deben saber que no las hay, y los afectados se sentirán doblemente frustrados la próxima vez que llueva más de lo habitual.
Porque las inundaciones volverán inexorablemente, sólo es cuestión de tiempo. Y, además –ésta es la segunda afirmación que queremos hacer–, existen factores que contribuyen a que cada vez lo hagan con un mayor poder destructor. El creciente asfaltado-hormigonado del valle impermeabiliza el suelo, con lo que no sólo le quita su capacidad de retener el agua, sino que conduce ésta a toda velocidad al cauce central del río. Que a nadie le quepa duda de que la Autovía del Urumea y el Segundo Cinturón, de reciente construcción, han sido auténticas autopistas para el agua en su camino hacia ese cauce, un cauce en cuyas márgenes, por otra parte, cada vez se acumulan más edificios y actividades, es decir, más personas y bienes susceptibles de sufrir daños. A estos factores básicos, impermeabilización del suelo y ocupación de las vegas hasta límites en muchos casos temerarios, hay que sumarle el, para los incrédulos, casi inapreciable aumento del nivel del mar en los últimos años. No estamos en condiciones de cuantificar la incidencia de estos por ahora escasos centímetros, pero es fácil intuir que desde luego no contribuyen en absoluto a aumentar la capacidad de desagüe del río, sino todo lo contrario. Como tampoco ayuda el alargamiento en su día del espigón de Zurriola, que frena la salida del río al mar.
Bien, no sólo no existe solución definitiva para las inundaciones, sino que determinados factores hacen prever que su capacidad de destrucción irá en aumento. ¿Quiere esto decir que tengamos que resignarnos?, ¿que no haya que hacer nada? En absoluto, quiere decir que, puesto que hemos de asumir que no nos queda más remedio que “convivir” con ellas, hay que tomar medidas para que sus daños sean los menores posibles. En los bienes y, sobre todo, en las personas. En ese sentido, es preciso felicitarse de que no se hayan registrado víctimas, comparando con las inundaciones de 1983, ahora solo hablamos de daños materiales.
¿Medidas de qué tipo? De muchos tipos, pero nos vamos a referir a dos: de gestión en torno a la crisis y estructurales, por etiquetarlas de alguna manera. En la gestión en torno a la crisis se podrá mejorar mucho, sin duda, pero hay algo en lo que está claro que hay que afinar más: la caracterización adecuada de la que se avecina. Nuestra impresión es que tanto la agencia autonómica Euskalmet como la estatal Aemet no acertaron a predecir la magnitud de las precipitaciones. Desde 4 días antes al sábado 5 y domingo 6, se anunciaban fuertes lluvias, pero no de esta magnitud, 322 litros en dos días y medio. Vale, que la previsión meteorológica no es una ciencia exacta, pero desde luego lo que no ha sido exacto ha sido el nivel de las alertas. Las citadas agencias manejan criterios diferentes para determinar el color de la alerta, pero ambas optaron por el naranja. ¿Qué previsión hubiera hecho falta para declarar la alerta roja? Si las previsiones hubieran sido más cercanas a la realidad, a buen seguro que los protocolos de emergencia hubiesen funcionado mejor y los daños hubieran sido menores.
Entre las medidas que se pueden tomar en torno a la gestión de la crisis, vamos a citar otra, de muy diferente magnitud, sin duda, pero que tiene su importancia: la puesta a disposición del público a través de internet en tiempo real de los movimientos de la presa del Añarbe. Es una medida sencilla que, de cara a futuras inundaciones, debería contribuir a evitar que entre los vecinos se extienda la idea de que las compuertas se abren de forma extemporánea.
En cuanto a las medidas estructurales, no vamos a insistir en que seguimos urbanizando el valle, y eso tiene consecuencias, pero sí vamos a subrayar que la dejadez con respecto al río ha sido manifiesta por parte de todas las instituciones. Para empezar, por parte de las del Estado, que tienen competencias en todo el cauce, desde el mar hasta Garziategi, por ser dominio público marítimo terrestre (Costas), y desde Garziategi hasta el nacedero, por ser el Urumea un río intercomunitario entre la CAV y Navarra (Confederación Hidrográfica del Norte). Para seguir, por parte del Gobierno Vasco, a través de su agencia URA, que tampoco ha hecho nada, salvo una pequeña intervención en Ergobia y el acuerdo con Aguas del Añarbe. Para terminar, por la Diputación y los ayuntamientos. El ejemplo más palmario de esta dejadez es el Plan contra las Inundaciones, que duerme en algún cajón desde 2008. De las 18 actuaciones que contempla, sólo se ha realizado una (Ergobia) y otra a medias (sustitución del puente del Topo en Loiola). El resto (sustitución de puentes, ampliación de zonas de inundabilidad, eliminación de construcciones en zonas inundables…) no se han ejecutado. En principio, por su elevado coste, se hablaba de 60 millones de euros, aunque ahora esa cantidad no parezca tan grande habida cuenta de que las pérdidas provocadas por las inundaciones se han cifrado en 100 millones. Que la responsabilidad de esta dejadez es compartida entre todas las instituciones y todos los partidos que las han gobernado (cada una según su grado de competencias y cada uno según los cargos que ha ocupado) es tan evidente para el conjunto de la ciudadanía que, cuando alguno ha querido pasarse de listo y utilizar las inundaciones como munición electoral, ha salido trasquilado.
Censurable también, la dejadez y apatía del ejercito español, que a 50 metros de la tragedia que estaba ocurriendo en Txomin, se ha limitado a ejercer la actitud de espectador, no moviendo un dedo ni un recurso.
Y, tras años de dejadez, parece haberse abierto ahora una carrera por ver quién promete una canalización todavía mayor del río, con muros hasta el cielo si es preciso. Frente a este sinsentido, algo positivo: tenemos la sensación de que los técnicos, institucionales o no, que hace apenas unas décadas solían ser los máximos adalides de este tipo de políticas, son en estos momentos los que más abogan por medidas como la limpieza del río, la eliminación de obstáculos y, sobre todo, el ensanchamiento del cauce a través de la recuperación de sus anteriores zonas inundables. Desde luego, las cosas más sensatas e incluso didácticas que hemos oído y leído estos días en los medios de comunicación sobre las medidas que se deberían tomar contra las inundaciones han salido de boca de técnicos. Ojalá contribuyan a refrenar a algunos políticos en esa especie de huida hacia adelante en la que parecen haberse embarcado.
Terminamos este escrito como lo empezamos: nuestra intención no es meter el dedo en el ojo de nadie, sino suscitar un debate que, por incómodo que resulte, consideramos imprescindible.
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